Existe un método de resaltar la importancia de la Seguridad, y es aquilatarla en función
de sus efectos económicos. Por supuesto, la peor repercusión de la siniestralidad son las defunciones, y la mayor parte de la Normativa de seguridad va dirigida a la protección de la vida humana. Sin embargo, de considerar sólo ese aspecto, se suscita por parte de algunos la idea de que la seguridad es antieconómica, por obligar a unos gastos que no se rentabilizan. Esa idea es superficial y errónea. Puede haber algún caso concreto en que sea dificil evaluar la repercusión económica positiva que tienen las inversiones en seguridad, pero por lo general es facil aquilatar esos efectos positivos. Basta, simplemente, con evaluar los efectos negativos asociados a la siniestralidad que se produciría de no hacer esas inversiones en seguridad. En dichos efectos hay que tener en cuenta que las propias vidas humanas (y el absentismo laboral subsiguiente a un percance) tienen una valoración económica neta (aunque a ello haga frente un seguro privado o la Seguridad Social). Obviamente la vida humana y la salud son bienes mucho más preciados que su mera valoración económica, pero ésta
no debe olvidarse, y desde luego ha de contabilizarse al hacer los fríos análisis coste- beneficio que justifican las inversiones en seguridad.
Siendo importantísimo lo anterior, relativo a las vidas humanas, no debe oscurecer la existencia de otros daños puramente económicos que inciden en la actividad industrial siniestrada. Algunos de estos daños son directos, y requieren reposición de equipo y nuevas inversiones. Otros son más indirectos, pero incluso más dañinos, como es la disfuncionalidad que se produce en una organización humana cuando ocurre un siniestro. El viejo dicho "nadie es imprescindible" puede ser una verdad a largo plazo, pero a corto plazo casi todas las personas de un equipo humano son insustituibles y su ausencia (mas aún si es accidentada) produce disfunciones.
Globalizando, los efectos económicos de la siniestralidad pueden ser por indemnizaciones, inversiones de recuperación y reposición, y lucro cesante por disfunciones, falta de operatividad, interrupción de la producción, pérdida de clientes, etc.
En la mentalidad común, los accidentes catastróficos suelen asociarse con alto número
de pérdida de vidas humanas, y la repercusión económica pasa desapercibida. Tal es el caso de los accidentes de aviación, descarrilamientos, naufragios, siniestros de autobuses, etc., y en menor medida accidentes propiamente industriales, como el de Seveso (Italia, 1976) y el de Chernobyl (Ucrania, 1986).
Ciertamente es lamentable que en un accidente aéreo se produzca un centenar de muertes, pero además de ese duelo, absolutamente irreparable, hay que tener en cuenta que las inversiones de reposición pueden superar los 5.000 millones de Pta., y las indemnizaciones
y desembolsos de seguros otro tanto.
No obstante, los accidentes Industriales suelen tener características opuestas a los del Transporte, en el sentido de que las pérdidas en vidas humanas pueden ser incluso nulas, y los daños económicos enormemente cuantiosos. Un accidente representativo de esta situación fue el de la central nuclear TMI-2, mas conocido por accidente de Harrisburg. En 1.979, la 2ª unidad de la central de "Three Mile Island" sufrió una aparatosa avería provocada por un fallo mecánico secundario (o al menos previsible y previsto) enormemente agravado por acciones humanas (de antes y de después del fallo) como consecuencia de las cuales el reactor nuclear se quedó sin refrigeración, lo que motivó la destrucción de gran parte de sus vainas y, en definitiva, su parada irrecuperable. A pesar de los daños sufridos por el reactor y del hecho de que gran parte de los productos radiactivos quedaran libres (desenvainados) no se produjeron escapes apreciables de radiactividad dado que funcionaron (como era de esperar) las barreras de confinamiento exterior, dentro de las cuales permanecen los productos radiactivos.
de sus efectos económicos. Por supuesto, la peor repercusión de la siniestralidad son las defunciones, y la mayor parte de la Normativa de seguridad va dirigida a la protección de la vida humana. Sin embargo, de considerar sólo ese aspecto, se suscita por parte de algunos la idea de que la seguridad es antieconómica, por obligar a unos gastos que no se rentabilizan. Esa idea es superficial y errónea. Puede haber algún caso concreto en que sea dificil evaluar la repercusión económica positiva que tienen las inversiones en seguridad, pero por lo general es facil aquilatar esos efectos positivos. Basta, simplemente, con evaluar los efectos negativos asociados a la siniestralidad que se produciría de no hacer esas inversiones en seguridad. En dichos efectos hay que tener en cuenta que las propias vidas humanas (y el absentismo laboral subsiguiente a un percance) tienen una valoración económica neta (aunque a ello haga frente un seguro privado o la Seguridad Social). Obviamente la vida humana y la salud son bienes mucho más preciados que su mera valoración económica, pero ésta
no debe olvidarse, y desde luego ha de contabilizarse al hacer los fríos análisis coste- beneficio que justifican las inversiones en seguridad.
Siendo importantísimo lo anterior, relativo a las vidas humanas, no debe oscurecer la existencia de otros daños puramente económicos que inciden en la actividad industrial siniestrada. Algunos de estos daños son directos, y requieren reposición de equipo y nuevas inversiones. Otros son más indirectos, pero incluso más dañinos, como es la disfuncionalidad que se produce en una organización humana cuando ocurre un siniestro. El viejo dicho "nadie es imprescindible" puede ser una verdad a largo plazo, pero a corto plazo casi todas las personas de un equipo humano son insustituibles y su ausencia (mas aún si es accidentada) produce disfunciones.
Globalizando, los efectos económicos de la siniestralidad pueden ser por indemnizaciones, inversiones de recuperación y reposición, y lucro cesante por disfunciones, falta de operatividad, interrupción de la producción, pérdida de clientes, etc.
En la mentalidad común, los accidentes catastróficos suelen asociarse con alto número
de pérdida de vidas humanas, y la repercusión económica pasa desapercibida. Tal es el caso de los accidentes de aviación, descarrilamientos, naufragios, siniestros de autobuses, etc., y en menor medida accidentes propiamente industriales, como el de Seveso (Italia, 1976) y el de Chernobyl (Ucrania, 1986).
Ciertamente es lamentable que en un accidente aéreo se produzca un centenar de muertes, pero además de ese duelo, absolutamente irreparable, hay que tener en cuenta que las inversiones de reposición pueden superar los 5.000 millones de Pta., y las indemnizaciones
y desembolsos de seguros otro tanto.
No obstante, los accidentes Industriales suelen tener características opuestas a los del Transporte, en el sentido de que las pérdidas en vidas humanas pueden ser incluso nulas, y los daños económicos enormemente cuantiosos. Un accidente representativo de esta situación fue el de la central nuclear TMI-2, mas conocido por accidente de Harrisburg. En 1.979, la 2ª unidad de la central de "Three Mile Island" sufrió una aparatosa avería provocada por un fallo mecánico secundario (o al menos previsible y previsto) enormemente agravado por acciones humanas (de antes y de después del fallo) como consecuencia de las cuales el reactor nuclear se quedó sin refrigeración, lo que motivó la destrucción de gran parte de sus vainas y, en definitiva, su parada irrecuperable. A pesar de los daños sufridos por el reactor y del hecho de que gran parte de los productos radiactivos quedaran libres (desenvainados) no se produjeron escapes apreciables de radiactividad dado que funcionaron (como era de esperar) las barreras de confinamiento exterior, dentro de las cuales permanecen los productos radiactivos.
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