sábado, 25 de agosto de 2012

Introducción - I

La radiación ionizante, por su propia naturaleza, produce daños en los seres vivos. Desde el descubrimiento de los rayos X por Roentgen en 1895 y de la radiactividad por Becquerel, en 1896, los conocimientos sobre sus efectos han ido avanzando a la par que los estudios sobre las propias radiaciones y sobre la esencia de la materia misma, no siempre sin episodios desgraciados.

El propio Becquerel (Fig. 1) sufrió daños en la piel causados por la radiación de un frasco de radio que guardó en su bolsillo. Marie Curie (Fig. 1), merecedora en dos ocasiones del Premio Nobel por sus investigaciones sobre las propiedades de las sustancias radiactivas, falleció víctima de leucemia, sin duda a causa de su exposición a la radiación. Más de trescientos de los primeros trabajadores en este campo murieron a causa de las dosis recibidas, con casos significativos como el de los pintores que dibujaban con sales de radio los números en las esferas luminosas de los relojes y mirillas de cañones, afinando el pincel con la boca, que en su mayoría desarrollaron cáncer de mandíbula. El empleo de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki produjo la irradiación de las poblaciones supervivientes a la explosión, con secuelas que aún continúan siendo estudiadas y son fuente de valiosa información acerca de los efectos biológicos producidos por la radiación a largo plazo. La utilización de las radiaciones en medicina, con fines terapéuticos o de diagnóstico, constituye sin duda uno de los aspectos más destacados del beneficio que éstas suponen para la Humanidad, pero en su desarrollo también se causaron exposiciones a los pacientes, que en la actualidad serían injustificables, provocando en ciertos casos el desarrollo de daños atribuibles a la radiación recibida.

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